A veces los humanos nos ponemos muy exquisitos y nos molestan todos los ruidos e incluso los sonidos. Hace años, en Jaén, donde nací, una señora se quejó y pleiteó por el sonido de las campanas de la magnífica Catedral. Más de cien años después llega a mis ojos, por vía de un primo, un documento del Obispado de esa capital referente a las campanas de Santa Cristina (Otíñar u Otiña para quienes descendemos de esa aldea hoy arrasada), en el que se pide que suenen las campanas de la iglesia “como está dispuesto y viene haciéndose en todos los pueblos”. Las Avemarías al amanecer, las doce, las oraciones de la noche y las Ánimas. Era una forma de estar al tanto de las horas y de animar el silencio -maravilloso silencio- de la aldea.