Mis amigos Pepi y Manolo, jiennenses como yo, residentes en Málaga, pero enamorados de Soria, como yo, me han regalado una bolsa de ochíos. Este producto, bollo dulce o salado, es a Jaén como los sobadillos y tortas de chicharrones a Soria, un referente. Aunque típicos de Úbeda y Baeza, su consumo está extendido por toda la provincia de Jaén. Tanto es su predicamento, que el Instituto de Estudios Giennenses, en su número 186 de julio/diciembre de 2003, publicó un extenso trabajo sobre ellos, estudio que llevaron a cabo Rocío Ruiz García y Aurelio Valladares Reguero. Años después, Javier Zafra, en su impagable ‘Sabores de Sefarad -Los secretos de la gastronomía judeoespañola-‘, le dedica un capítulo en el apartado ‘Dulcería’. Tanto Ruiz y Valladares como Zafra coinciden en que el nombre se debe a que de un pan crudo de un kilo de obtienen ocho dulces de aproximadamente 125 gramos.
A mi los ochíos me llevan directamente a mi infancia en Jaén y más concretamente al horno de mis tíos Enrique y Esperanza. Allí recuerdo a mi preciosa tía, fina y delicada, amasar con sus manos esos dulces que exhalaban el olor a la matalahúva. Había aprendido de las tías de Otíñar, Aurelia y Luisa y era fascinante verla separar, sin pesar, los montoncitos de masa, colocarlos en las bandejas, introducirlos en el horno de leña y espolvorearlos, aún calientes, bien con azúcar, bien con pimentón y aceite. Aún me trae otros recuerdos, por ejemplo un viaje a Granada, con diez años y con otros tíos, Juan y Fely. Allí, a la entrada del Albaicin, junto al puente por donde discurre el Darro que bajaba rojo en los primeros días de la contienda civil, una anciana con un pañuelo en la cabeza y una canasta plana con asa grande ofrecía unos ochíos tapados con un trapo blanco limpísimo. Los olores y los sabores no se olvidan, pero sólo se recuerdan cuando vuelven a sentirse y eso es lo que he sentido yo estos días gracias a los que me regalaron Manolo y Pepi.