Huellas de Soria

Huellas de Soria

Hace treinta años

Treinta años ha tardado en contarme que por aquel entonces, los dos jóvenes, él iba a tirar piedras contra la campana de la iglesia del viejo pueblo escarpado. Esa noche, después de contármelo, la sonrisa no desapareció de mi cara, me dormí con ella, y al día siguiente el primer pensamiento fue para él. Le veía buscando piedras y encontrándolas, sin dificultad, tal vez algunas mellas de las viejas murallas se deban a ello. Le veo apuntando a la campana y, hasta en ocasiones, acertando. Y me imagino a la Engracia asomando su cara de sueño ligero por el ventanuco, tratando de adivinar de dónde llegaba ese puñetero ruido, tal vez la boca del cañón que sirve allí de rollo jurisdiccional, cobraba vida y soltaba alguna bola, harto ya de no servir para nada, desde que el conde dejara de pelear por las prebendas que le correspondían por descender su estirpe de la pata del Cid, o de la de su caballo.

El viejo pueblo escarpado, a los pies del cual discurre un río donde las hijas del cura cantan el Romance del conde Olinos mientras restriegan la ropa, se encuentra a escasos kilómetros de una villa señorial donde él y yo nos vimos muchas veces. Recuerdo la primera “¿qué hace una mujer como tú en un sitio como éste?”. Jóvenes y modernos, nos dejábamos ver a altas horas de la madrugada sentados en un banco de la plaza Mayor, sin pensar siquiera la de habladurías que en esa villa de apenas mil habitantes estábamos provocando. Y cuando nos cansábamos, subíamos a casa, hasta que él, infatigable conversador, lograba que yo me entregara a los brazos de Morfeo.

Debían ser aquellas noches, después de yo dormirme y de él freírse huevos en un aceite usado, de esos que se guardan de una fritura para otra y finalmente se convierten en jabón, cuando subía al coche, se deslizaba por las curvas del cañón del río, el mismo que discurre por el pueblo de las hijas del cura, y se iba a tirar piedras a las campanas.

Culto, provocativo, radiante, entusiasta, y gamberro de madrugada.

Nunca supieron en aquel pueblo escarpado quién y porqué –yo tampoco lo sé- rompía la monotonía de las noches tirando piedras a las campanas. Pero es muy posible que dentro muchos años, los que entonces eran niños, cuenten –o hayan contado ya- a sus hijos historias de fantasmas con sonido inexplicable de campanas. Ya existen precedentes, y ellos me están haciendo poner en tela de juicio las leyendas que sobre el tema se cuentan por estas tierras. ¿Y si todas ellas, o algunas, son debidas a historias similares?

Él me dirá que no, que nunca en esta tierra levítica y austera, y menos en aquellos años, se ha dado la conjunción de dos seres como nosotros, bastante excéntricos por cierto. Yo, capaz de dormirme mientras él –mi invitado- se freía huevos en aceite rancio, y él haciendo que yo me conociera más y mejor, descubriéndome un mundo distinto, en un banco de la plaza Mayor, mientras los vecinos abrían sigilosamente los postigos por si teníamos algún arrebato de pasión. Aunque daba igual, ellos ya se habían formado la historia en sus cabezas ausentes de ideas y de esa pasión que querían descubrir en nosotros, por si acaso les era posible hacerse con algo que nos sobrara.

Él tiraba piedras a las campanas, tal vez sólo para escuchar el eco repetido cien veces desde la tierra lunar, alta y solemne, donde se asienta el pueblo que un día fue villa. Tal vez fuera este el motivo de la desaparición de la colonia de buitres. Recuerdo que fue por aquellas fechas cuando los ecologistas se volvían locos pensando el porqué del abandono por los alados de los farallones que sobresalían del mar de trigo. Casi todo tiene explicación, en ocasiones sólo con acudir a las piedras y lanzarlas contra las campanas.

Ahora, él es alcalde de este pueblo. Cuando me lo dijo no me lo podía creer, aunque después, en casa, me di cuenta de que todo encajaba. El círculo, de nuevo el círculo, se había cerrado.